La naranja


La habitación tiene paredes de cristal oscuro. El techo también, y el suelo. Son espejos.

La persona acaba de entrar en la sala por una puerta que está camuflada en una esquina de uno de los muros de espejo. Sabe que está siendo observada desde el otro lado de los espejos. Puede oír voces, pero no puede distinguir cuántas personas hay ni dónde están situadas. Tal vez rodean la sala por completo.

-Explíquese -dice una voz autoritaria.

-¿Qué tengo que explicar? -pregunta la persona.

-Lo que ha dicho.

-No recuerdo haber dicho nada especialmente significativo. Lo último que recuerdo, entendiendo el recuerdo como acción, es estar pelando una naranja. El olor de la naranja me ha recordado la hora del recreo en el patio del colegio. Porque solía comerme una naranja, claro. Recordar el colegio me ha puesto triste. ¿Está permitido mencionar la tristeza?

-Únicamente si contribuye a hacer avanzar la historia o proporciona más datos sobre su personalidad.

-Una vez, una persona cercana a mí en aquel momento, ya no, quedó completamente paralizada cuando le dije que estaba sintiéndome muy triste. Parálisis literal e inmediata en sus facciones. La sola idea de la tristeza le anuló el cerebro. La gente que nunca se ha sentido triste de verdad, sin una razón aparente, no puede entender ciertas cosas. ¡Pero hay tantos motivos para estar triste! Justo eso estaba yo pensando antes de que me trajeran aquí hoy, cuando estaba pelando la naranja. La sola idea de sentirse víctima de algo es la adicción más peligrosa que puede experimentar el ser humano. Autoproclamarse víctima, estar convencido de que, por regla general, te tratan siempre de manera injusta. Decir: "¿cómo pudo esta persona portarse así conmigo?", "¿por qué me ha tocado a mí vivir esto?" o "siempre todo me sale mal". Es una reacción altamente adictiva y suele acabar en lágrimas, las más amargas y tentadoras lágrimas que cualquiera puede llorar. Incluso placenteras, me atrevería a decir, porque estamos sintiéndonos profundamente incomprendidos por los demás -que nos amargan la vida-, pero comprendidísimos por nosotros mismos, que nos consideramos una joya en un contenedor de basura. Nadie nos entiende ni nos valora como merecemos, nadie nos conoce como queremos que nos conozca porque lo único que los otros destacan de nosotros es algo irrelevante en comparación con nuestro auténtico yo. Se olvidan de lo importante. Pero, por otro lado -hay que tenerlo en cuenta-, es tan injusto pasar a la historia como víctima de algo. Me refiero a esa otra forma de ser víctima, la real, quiero decir: no sentirse víctima sino serlo, realmente, de algo terrible. Y morir o seguir con vida después de eso. O ser declarado un suicida, post-mortem. La palabra misma -suicida- ya califica al individuo que decidió suicidarse como causante y víctima del propio deseo de desaparecer y del prejuicio de los demás. Porque, a ver, un hombre con sus hijos y sus anécdotas, con su mujer amada y sus viajes a los sitios que deseaba ir y a los que no quería pero tuvo que ir por cosas de la vida o por trabajo. Y su buen hacer en el trabajo que siempre deseó -o que nunca deseó-, su manera de ser amable con otras personas que no tenía por qué conocer previamente, su inteligencia, y también sus defectos y sus secretos más oscuros. Si, de pronto, matan a ese hombre, que era la viva historia de su propia vida, la biografía andante de sí mismo. Si de pronto le matan, será una simple e irrelevante víctima más. Se ignorará todo lo que era antes. Víctima para los restos. Pero una víctima, además, que nunca fue consciente de que lo sería para los que continúan viviendo -sobre todo para los que nunca le conocieron- y que, por supuesto, habría odiado ser tildado de víctima por gente que no le conocía de nada, como único recuerdo de una vida -puede que- plena y satisfactoria hasta ese instante mismo de morir a manos de alguien que, incluso, ni siquiera conocía tampoco. Y eso por poner solo un ejemplo. Ser algo que nunca decidiste ser, que te han hecho ser después, cuando ya no eres. Es tan insoportablemente triste. No pude evitar llorar desconsoladamente, como comprenderán.

La persona hace una breve pausa y prosigue:

-Visto así, la otra forma de ser víctima, es tan estúpida. Y cuando eres, por fin, consciente de estar tachándote a ti misma de víctima -yo misma lo estaba haciendo hace un momento y eso fue, por supuesto, lo que desencadenó este episodio de tristeza espontánea sin motivo aparente-, entonces, la consciencia plena de tu estupidez, te permite pasar a la acción. Colocarte en el papel de persona estúpida: "qué estúpida fui, cómo me dejé engañar". Porque no es ya que me engañaran, sino que yo me dejé engañar. Y no es que fuera mi culpa tampoco -dejarme engañar- ¡yo qué iba a saber! Fui estúpida porque no me di cuenta mientras me estaban engañando. Es como una serie de pruebas que hay que aprender a pasar. Ese punto de vista sí tiene salida, ¿no? Identificarse como persona que fue estúpida en un momento dado es el primer paso para ponerle remedio y para decidir no volver a actuar de esa forma determinada en esas circunstancias determinadas en que se produjo tan nefasto resultado. Se puede solucionar mucho mirándolo así, ¿no? Así que lo último que recuerdo, entendiendo el recuerdo como pensamiento, es tomar consciencia de mí misma como persona que fue estúpida para, a continuación, poder proponerme dejar de serlo y de llorar instantáneamente. Luego, me trajeron aquí.

-¿Qué dijo usted, entonces?

-Bueno, en voz alta, realmente, solo exhalé un suspiro.

-¿Un suspiro?

-Sí, ya saben, cuando dejas escapar todo el aire contenido en una cadena de pensamientos cíclicos que conducen a una conclusión que ya sabías pero que siempre se te olvida, normalmente suena un suspiro.

-¿Cuándo sucedió exactamente este suspiro?

-Antes de que entraran en mi salón, interrumpiendo el momento en que me disponía a comerme la naranja, y justo después de considerar que estaba comportándome como una persona estúpida y debía proceder a dejar de serlo.

Murmullos de deliberación. La persona se observa a sí misma reflejada en las paredes, el techo y el suelo. Unos segundos después, se pronuncia la sentencia:

-Desde este momento, no le está permitido consumir ni una naranja más -dictamina la voz autoritaria-. Procederán a retirarle su último ejemplar de naranja inmediatamente. Puede retirarse.

La persona estúpida, como será conocida de ahora en adelante, es conducida de vuelta a través de la misma puerta por la que entró, que se ha abierto. En cuanto la puerta se cierra y la sala queda vacía, a la espera de la persona siguiente, una explosión de risas estalla detrás de los espejos.